HÈCTOR VIGNA
Olvidar qué tristeza ayer
Olvidar.
Seguir adelante, alejarse.
No poder ocupar el vacío,
esta grita del alma,
sentirse incompleto.
Olvidar qué tristeza
Olvidar.
Ayer fue amor,
hoy no es ni un recuerdo.
Qué tristeza Olvidar
qué tristeza
BERNARD NOEL
Viajero
(sigilosa
sobre mí
hiendes
en cascada)
me exhala
tu canto
(ya es media noche
te ofrezco
no hay surcos ni lienzos)
mi extravío
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
Yo no soy yo
Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo,
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
MARÍA JULIA DRUILLE
A Julia de Burgos
Por treinta monedas vendieron a tu abuelo
el amo blanco al esclavo negro
y te duele
si el ser siervo es no tener derechos,
dices
el ser amo es no tener conciencia
y te duele América injusta
y lloras la negritud
tu chata nariz
tu cabello en rizos
y el Mozambique lejano
de tus ancestros llevamos en nosotros el dolor
la memoria muerde nuestros sueños
y la espiral retorna
caracol marino
pero tu lucha te potencia
das vuelo a otros que llevarán la antorcha
y entre luces y sombras
en tu corta vida
se plasma lo cósmico
MARY SHELLEY
Cuando yo me haya ido, esta arpa que suena
Cuando yo me haya ido, esta arpa que suena
con las notas profundas de las viejas pasiones,
enmudecida y rota, colgando de una lápida,
quedará en mi sepulcro. Cuando al llegar la noche,
la brisa se haga dueña de su armazón en ruinas,
buscará en él la música de los tiempos pasados
y querrá que de nuevo su canción acompañe.
Pero en vano la brisa rozará con su soplo
las cuerdas oxidadas. Muda, igual que la forma
que yace bajo tierra, dormirá eternamente.
¡Oh, Memoria, bendito por siempre tu consuelo!
Viértelo junto a mí como si fuera el bálsamo
que conservan las rosas aun después de marchitas.
DÉBORA MAYOL PARODI
DESDE ESA TARDE
“ Aquella tarde se llevó mis ojos
LÍBER FALCO
Las tardes de la niñez olían a café molido,
mezcla de pan casero untado con manteca, miel.
Aquellas costumbres vascas
en los labios de mi padre
eran el condimento de nuestra merienda.
“No hay como el atardecer en Donostia,
cuando la puesta del sol acaricia la playa
en un manto de lava” repetía.
Era su deleite,
igual que el saborear la tapa de gambas picantes
con un vaso de txakoli.
Las tardes, padre, dejaron de ser como eran
la decadencia se atrincheró
en un almanaque paralítico
donde falta una sonrisa.
Las tardes, padre, no son iguales
el vino me sabe a vinagre
el tiempo de sobremesa se esfuma
en el aleteo del colibrí,
desde esa maldita tarde.
HOWARD P. LOVECRAFT
EL LIBRO
El lugar era oscuro y polvoriento, un rincón perdido
en un laberinto de viejas callejas junto a los muelles,
que olían a extrañas cosas venidas de ultramar,
entre curiosos jirones de niebla que dispersaba el viento del oeste.
Unos cristales romboidales, velados por el humo y la escarcha,
apenas dejaban ver los montones de libros, como árboles retorcidos
pudriéndose del suelo al techo... huellas
de un saber antiguo que se desmoronaba a precio de saldo.
Entré, hechizado, y de un montón cubierto de telarañas
cogí el volumen más cercano y lo leí al azar,
temblando al ver las raras palabras que parecían guardar
algún arcano, monstruoso, para quien lo descubriera.
Después, buscando algún viejo y taimado vendedor,
sólo encontré el eco de una risa.
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